miércoles, 23 de julio de 2008

El jardín de Villaespesa

El jardín se encontraba a unos quince minutos de la capital, tal vez veinte minutos, o tal vez un día a pie. Villaespesa era el pueblo que rodeaba al edén, un pueblo que a pesar de tener un alto índice de mortalidad según los últimos censos nacionales realizados quién sabe cuando, su gente envejecía tempranamente, por lo que la vida económica, política y social de la villa, se encontraba empobrecida e inactiva desde hace décadas.
Se decía que el jardín era realmente extenso, rodeado por una muralla construida de manera tal, que su forma geométrica generaba un choque de fuerzas equivalentes con el mundo que ella misma abarcaba, dicho de otro modo, una perfecta coexistencia vibracional entre lo interno y lo externo. La flora que cubría hasta el último rincón del mismo, lo decoraba excéntrica y hasta teológicamente. Según cuenta la leyenda, algunos fitólogos adeptos que habían hablado con los pobladores de Villaespesa en búsqueda del único acceso que tenía el jardín, nunca lograron satisfacer su propósito, pero escucharon en demasía diferentes historias acerca de las abundantes riquezas y misterios que acogía el parque.
Nunca se supo la veracidad de aquellos informes florísticos, en realidad, la gente de Villaespesa era gente rara, sus cuerpos envejecían rápidamente pasados los veinte años de vida y al cabo de poco tiempo, moría la gran mayoría. Los pueblerinos eran
conocidos por esconder secretos inexistentes, por hablar en silencio, por pronunciar palabras arcanas y neológicas al mismo tiempo, y por decir de vez en cuando la verdad.
Los relatos comprendían la existencia de los primeros árboles generadores de frutos del bosque, como las frambuesas o zarzamoras, el primer limonero del mundo, el primer duraznero, melocotonero, manzano, naranjo y demás delicias. También se encontraban los yuyos de la verdad y de la mentira, los yuyos de la tristeza y de la felicidad, los de la templanza y los de la lujuria, los de la alegría y los del llanto, como los del amor eterno y los de la eterna soledad. Miles y miles de flores cuyos nombres no aparecían en las listas de estudio de los botánicos más prestigiosos del mundo, tenían su lugar en el jardín.

Mi pasión por revelar incógnitos me aventuró a investigar semejante misterio. Tardé mucho más que un día en llegar a Villaespesa, en realidad el pueblo se encontraba a cuarenta lunas y ocho estrellas de la capital, pero semejante esfuerzo me fue recompensado desde el instante en que crucé las vías ferroviarias que lo rodeaban. Conocí a la persona más antigua de la pequeña o tal vez gran ciudad. Se llamaba Olegario Jerez, tenía entre cuarenta y setenta años de edad y sin darle mayor importancia a sus características fisiológicas o emotivas, comencé a interrogarlo acerca del jardín.
No solo le pregunté la ubicación geográfica del jardín, también le pregunté sobre el supuesto y único acceso al mismo. Admito haberme puesto bastante pesado cuando me sumergí en cuestiones más bien técnicas sobre la naturaleza de las plantas y de los vegetales que habitaban en el, pero a pesar de mi latosidad, Olegario me miraba fijo y fríamente, sin siquiera emitir un suspiro. Pequé de sofista al tratar de disuadirlo acerca del disparatado misticismo que atribuía a gran parte de la flora, propiedades cognoscitivas, racionales, astrológicas, mágicas y hasta quizás inmortales.
El fruto de mis pecados duró lo que dura un fin de semana, para los lectores de mi relato duró tal vez unos días más, pero creí haber convencido a Olegario de que el jardín no era más que una mentira despiadada e infernal, claro que el fin último de mis vilezas era conseguir algún dato llano y fehaciente acerca de la existencia del mismo. Fue inmedible el tiempo que tardó el afligido hombre en contestar a mis metafísicos testimonios y sustanciales preguntas, aunque debo admitir habiendo pasado ya un largo período en mi vida desde que me reuní con el, que no encontré el jardín y que finalmente perdí mis esperanzas.
Sus palabras a mi arremetido fueron las siguientes:
-No es la primer persona con la que me bato en un duelo sin fin. Usted mi querido doctor, busca lo que en nuestro pueblo anhelamos. Para serle sincero, le mentiría si dijera que sé donde se encuentra el jardín, es posible que varios en el pueblo lo hayan descubierto aunque dudo que permanezcan en Villaespesa o en la misma Capital si así fuera. Nuestra desgracia que es corpórea y físicamente visible, es una mera consecuencia de su búsqueda y de la búsqueda de todos los pueblerinos. Aclaro que sus discursos me han persuadido, ahora corro un grave peligro y pocos segundos de vida me quedan. No ponga esa cara de asombro mi amigo, no tiene de que preocuparse, tarde o temprano la gente de Villaespesa pierde la esperanza de que el jardín realmente exista.
El cuerpo del hombre se tendió sobre la mesa; su alma, se despidió para siempre.

En mis últimos minutos comprendí lo que Olegario quiso de decirme:
Donde haya esperanza, habrá vida
Donde haya vida, habrá esperanza

sábado, 5 de julio de 2008

La búsqueda de Fulvio

Después de haber caminado tanto, el joven Fulvio cayó en la cuenta de que poco le serviría seguir buscando la respuesta a aquella pregunta. Inmediatamente se detuvo, miró hacia atrás sin creer cuánto había recorrido sin siquiera obtener la más mínima pista.
Era un camino angosto que finalizaba en una sierra, diversas raíces cruzaban sobre el, poco pavimento, incompleto en su armado.
Decidió tomarse un pequeño descanso y la fortuna le brindó a pocos minutos una antigua taberna al costado del camino.
Típica pulpería antigua cuya fachada estaba perfectamente conservada con paredes de medio metro de espesor construidas de ladrillo. Una amplia barra y mesas de madera nativa, hacían del interior un lugar sumamente acogedor, donde en el fondo aún se conservaba cual cáliz de iglesia, un gallodromo donde seguramente se habrían acumulado la fortuna y la desdicha de muchos trasnochados.
Dos hombres acompañaban la expresa soledad del cantinero, tres botellas ponían música al silencio.
-Tiene un café- pidió tímidamente el joven.
Los dos hombres se esforzaron en levantar las cabezas de sus brazos para mirar al intruso. El que más cerca se encontraba de la puerta, luego de algunos segundos, logró enfocar su mirada y preguntarle:
-¿Conoce a Abundio Jonás?- preguntó.
-No, no lo tengo para nada- respondió desmotivado.
-Yo tengo la respuesta- contestó desde el fondo un hombre arrugado y de baja estatura, cuyos zapatos gastados delataban un interminable caminar; Fulvio miró los suyos, fue entonces cuando comprendió que algo en común había entre ellos.
-¿Quién es entonces?- replicó.
- Era un explorador, el hombre que descubrió la fuente de la libertad-
- Pasame otra botella negro- suspiró el segundo escolta del tablón.
- Dicen que la halló en la cima de una sierra al final del camino. Tardó semanas en subir, enfrentó miles de dificultades, luchó contra bestias salvajes del monte, se quebró varios huesos en el intento, hasta que finalmente logró verla y tocarla. Quiso mostrárselas a los hombres pero nunca volvió a bajar.
-¿Porqué?- preguntó Fulvio.
-Porque se dio cuenta que no podía llevársela consigo-
Cabizbajo el joven cerró la puerta de madera, y regresó a su hogar.